III
Pende un hilo de una taza, del extremo visible se lee una etiqueta que indica el sabor del té, elresto está sumergido en la infusión. La taza esta apoyada en
mi escritorio pero no me pertenece. La mía tiene un águila polaca, esta tiene
un lobo marino y dice Mar del Plata. Humea, huele rico. Cintia la levanta y
sonríe. “Me mandaron a compartir la oficina con vos hasta que terminen de
pintar y remodelar la mía”, dice. Yo sonrío o hago algo parecido con la boca y
con toda mi cara. Transpiro, ella se da cuenta. De mi incomodidad, de mi olor,
de mi miedo. Como si fuese un perro de policía en busca de cocaína.
Miro su oficina y esta aprisionada
por paredes de yeso. Dos hombres entran con herramientas. Sus mamelucos son
azules. Están teñidos de polvillo blanco. No usan barbijo. Pienso en sus
pulmones, en sus venas, azules. Pienso
en la muerte y en edificios destruidos. Pienso en inundaciones (como si me
adelantara a los hechos, como si tuviese una premonición) de agua azul al
principio, marrón con el tiempo. Imagino mosquitos
revoloteando y dejando sus huevos en el agua infectada.
“A Vanesa la mandaron con el alemán”,
me informa Cintia. Mi sudor se seca, en
un instante se torna frío. El alemán es Medina, así le comenzarán a decir, por
su pelo rubio y finito, su altura, los ojos verdes, la tez rosada. Observo la
oficina de Medina, mi nuevo enemigo. Se que Cintia me mira, quiere ver mi
reacción. Mi cara tosca, fruncida por el enojo o la rabia. Por la violencia o
la impotencia. La lejanía. Intento no darle importancia, simular.
Me surge un deseo de acostarme con
Cintia, en forma de venganza. Venganza hacia Vanesa. Una venganza que no
existe, nadie la sufre. “Todavía”, pienso con intención de moralizarme.
Esquivel escuchó, lo se. También sé
que me mira, quiere ver mi reacción. Complotarse contra ese.
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