viernes, 31 de diciembre de 2010

Epecuén (parte III)

La primera vez que lo vio sintió pena, pena y envidia, venía rengueando. Pena por su andar, envidia por no tener que preocuparse nunca por trabajar. Se saludaron y charlaron, a Martín le gustaba andar en patineta y eso haría y se reirían por lo bajo de él y sentirían pena y envidia. Pena por su andar, envidia por la calidad de su tabla y las marcas de sus ropas.

El clima, agradable, fresco pero soleado, fue tema de conversación y también las bandas que Martín escuchaba, mientras él miraba de reojo su alrededor y hacía de cuenta que lo escuchaba y Martín seguía mencionando esas bandas estadounidenses de nombres difíciles, al pedo. Leandro intentaba preguntar cualquier cosa cuando Martín se agotaba de hablar de un tema, para así dispararle otro monologo y entretenerlo consigo mismo, haciendo que le cuente cosas que no importaban, para evitar los silencios incómodos.

-Me gustan las bandas en inglés porque el castellano me parece un idioma horrible para cantar- comentó Martín.
-Pero ¿Entendés las letras?
-No, pero las leo de Internet.
-¿Crimson escuchaste?
-No.
-Eso es rock, la última gran banda de rock.
-Si…A mi me gusta Korn, esas cosas, más modernas.

Leandro no supo que responder pero por suerte dobló a la izquierda y estacionó. No hubo necesidad de pensar la siguiente pregunta para evitar silencios incómodos. Martín le dio la mano y bajó del auto con lentitud y tosquedad. Leandro se apuró en dar la vuelta al coche, abrir la puerta y bajarle la patineta a Martín antes de que él lo hiciera, para evitarle movimientos bruscos, para cumplir bien con su trabajo, para que Martín hablase bien de él a sus padres, para recibir dentro de no mucho un aumento y tener la confianza de los padres de Martín.

Leandro lo esperó en un bar, tomando un café que pagarían los padres de Martín mientras él intentaba andar en patineta y el resto de los chicos reían por lo bajo y sentían pena, y envidia.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Epecuén (Parte II)

Las dos ventanillas de adelante estaban bajas en su totalidad, las de atrás, levemente, más por considerar torpe al nene que por cuidadosos. El sonido hidráulico de los frenos de los colectivos y el chirrido de las improvisadas ruedas de los carros de los cartoneros no dejaban que se entendieran las pelotudeces que decía el conductor del programa de radio.

Martín miraba y saludaba con una mano, la otra la tenía en su boca. Apretaba sus dientes, que apenas se asomaban, hacia adentro como si así evitara crecer y tener que operarse y dejar de ser él y convertirse en “una persona normal” o en un cuerpo empotrado en una silla en caso de que la cosa no saliese como debería.

Apagó el aparato y chistó, prendió un cigarrillo y al sacar el brazo por la ventana para compartir su ceniza con el mundo, un colectivo casi se lo desmiembra. El susto hizo que perdiera el control del auto por un momento.
-Tené cuidado ¿Querés?- Alertó ella.
-No me rompas las pelotas.- y dio una calada al cigarrillo, en vano porque se había apagado

El viaje siguió en silencio, sin radio, sin dialogo, con ruido externo que no podían controlar. Martín seguía saludando con el mismo entusiasmo que tenía al subirse al auto. Algunos le respondían con una sonrisa o con espásticos movimientos de muñeca, algunos no.

No podían atravesar la Nueve de julio por una marcha que ignoraban quien la encabezaba pero que seguramente no tendrían razón de ser, llevada a cabo por “zurdos”, vagos que no quieren laburar pero sí vivir del Estado.

Volvete al once, volvete al ghetto judío de mierda- se escuchó que alguien gritó a un judío desde lejos. Él asentía y ella negaba, con la cabeza. Pero no dijeron una palabra, siguieron en silencio.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Epecuén (Parte I)

Polio. Por su andar torcido, en ese, como de un borracho. Sospechó que la enfermedad había sido primero un secreto, una ventaja para agilizar la burocracia, un problema que sacarse de encima. Un muerto cantado que debía morir en otro lugar, tornarse responsabilidad de otro.

El sueño de ambos, sepultado, había sido eyectado de nuevo hacia la superficie de sus vidas muchos años después, cuando sus cuerpos ya estaban flácidos, agarrotados, inservibles para engendrar y ahora se veía nuevamente trunco.

El cojeo se debía a una mayor longitud de su fémur izquierdo, torcido hacia adentro, convexo, dándole a su andar cierta cadencia, un ritmo torpe.

Problema de nacimiento- dijo el doctor mientras lo auscultaba. El aire acondicionado estaba demasiado fuerte para tratarse de un consultorio médico-pensó ella, pero el hospital era público.

El cojeo se debe a una mayor longitud de su fémur izquierdo.- agregó el doctor y tuvo que repetir la frase porque el motor de un Mercedes Benz descapotable, que en otra época había sido un auto moderno pero que en ese entonces era sólo un auto que insistía en pretender ser lo que había sido, se metía por la ventana, abierta para dejar pasar el aire caliente a la fría habitación.

-¿Hay forma de corregirlo?- preguntó el hombre con la preocupación de un padre y se acomodó los anteojos en un gesto de nerviosismo.

-Pero no ahora- respondió el doctor y se aclaró la garganta- Ahora es peligroso, en unos años, cuando su cuerpo se haya desarrollado. Dependerá de la curvatura de la pierna.

Por el momento sólo puede usar un andador o un sistema de contención externo que se calza como su fuese una bota ortopédica.

Lo visualizó desplazándose como un viejo y le resultó una imagen contradictoria, antinatural, abyecta. Cuando estaba quieto le resultaba tierno. Como cualquier nene de esa edad pero al caminar intentaba no mirarlo, corría la vista. Al pasear con él en las plazas miraba hacia adelante y sentía sus deditos fibrosos, apretados y transpirados contra su mano. Él en cambio, lo miraba todo.