V
Medina lleva puesta la misma ropa
que el día anterior pero arrugada. Ella también, lo que me obliga a deducir que
mis sospechas son en verdad una realidad. Me siento vulnerable y tonto,
humillado pese a que nadie se ha complotado en mi contra ¿O sí?
Los obreros no están pero su
presencia resuena, sigue vibrando en el ambiente por el polvillo blanco, dañino,
que nos acompañará durante los siguientes tres meses.
Esquivel transcribe a máquina un
acta del caso Rosendo. Simplemente lo oigo, no lo veo, me irrita pensar en sus
dedos presionando las teclas y los martillos, con las letras, entintando la
hoja.
Tomo la carpeta caratulada como
Caso Salvucci-Correa, la abro. Leo el primer expediente pero mi mente está en
otro lado. En la camisa arrugada de Medina, en el vestido pálido de ella, en el
polvo del aire. Me levanto y me dirijo a la cocina. Preparo un café en una taza
cualquiera, lo sirvo con lentitud porque en verdad es tan solo una excusa para
despejar la cabeza, tomarme un minuto de descanso e intentar pensar en otra
cosa pero me es imposible. Las imágenes inexistentes, supuestas, que creo para auto
flagelarme, para crear un enemigo, una excusa para odiarla y lograr aceptar que
no es mía, continúan girando dentro de mí, trazando un circulo perfecto.
Tomo el café de pie, en la
minúscula cocina de azulejos celestes, gastados, tristes. Los miro, intento
comprenderlos, pensar en su fabricante, en porqué son necesarios. No despego
los ojos de ellos, entre trago y trago noto que me angustian. Lavo la taza y la
vuelvo a colocar, boca abajo, junto a las otras. Gotea.
Regreso a mi cubículo, desganado.
Oigo a Medina monologar, lo supongo frente a Vanesa.
“Los artistas no tienen un plan b, no les queda otra que tener un
trabajo en el que no puedan progresar, estático, que los haga infelices, para
así, verse obligados a triunfar con su arte, con lo que realmente les importa.
Focalizar su energía en una sola dirección, en un único interés”.
Muerdo un lápiz, con violencia, por
la bronca de no ser nadie, por las palabras de Medina.
“Yo no tengo un plan”, pienso.
Me levanto mareado ante el
descubrimiento, observo a mis compañeros y todos trabajan, levemente inclinados
sobre los escritorios, jorobados. Tomo aire y miro por la ventana que se
encuentra lejos, al final del corredor, deja ver un paisaje mutilado, seco.
La vista me da una extraña
tranquilidad que dura unos minutos pero luego me sumerge en una profunda
tristeza y me veo obligado a reflexionar para mis adentros, apretando los
dientes. No surge ningún pensamiento. Observo y me abstraigo de lo que veo:
árboles derrotados.
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