El sol ya no está. No sé en que
momento se ocultó. Voy a hacer café, no es mi taza la que uso. Al volver a mi
escritorio anoto en un papel una frase que jamás podrá ser leída, por lo tanto
tampoco recordada. Cintia aparece y lo escondo en mi mano. Siento el sudor
saliendo de mis dedos. La tinta borroneada, la letra ilegible. La oración
desaparece para siempre.
“¿Qué tenés ahí?” me pregunta y le
respondo que nada. Levanta las cejas con incomprensión.
Vanesa y Medina no están, Esquivel
mira el reloj sin pestañear.
Pienso en un tumor, me doy cuenta
de que nunca vi uno, no sé como lucen. Imagino una bola amorfa parecida a un
corazón pero con el color de un moretón y venas azules, gruesas, marcadas.
Son las seis, es hora de irse. No
espero a Esquivel. Salgo al frío, aprieto los dientes. Busco con la vista a
Vanesa o a Medina. No hay nadie en la cuadra. Cintia sale y me observa con
disimulo, fuma, espera expectante a que le hable, a que la invite a salir. Me
voy sin despedirla, mis zapatos hacen ruido al caminar. Se confunden con el
soplido constante del viento, del puto viento.
Pienso en Medina y en Vanesa. Los
imagino cogiendo en la cama de algún hotel.
Ella en el baño, polvoreándose las
mejillas antes de escabullirse bajo una sábana azul, áspera, perfumada. Él tirado en la cama, flácido, pálido,
temeroso. Esperando ansioso que aparezca desnuda, entregada.
Pienso en
el sudor y los cuerpos agitados, en somnolencia y cansancio. Sus corazones
apurados, del color de un moretón, con venas azules en relieve.
Vuelvo a la
oficina, a buscar a Esquivel. Para charlar, para no pensar. Ya no está. Voy al
bar, solo. Pido cerveza, el sonido del gas me calma de alguna manera extraña.
Doy un sorbo.
Sigo pensando. En ellos dos. Revolcándose.
No hay comentarios:
Publicar un comentario