lunes, 13 de julio de 2009

Libro perdido, encontrado (Parte II)

Me solía hablar y yo intentaba ignorarlo, espantaba a los pocos clientes.

Personalmente lo prefería a él que a los yuppies. Pero mi trabajo no era elegir la gente que me rodeaba, era vender garrapiñadas.

Dominaba el arte de acaramelar los frutos, mi preferida era la garrapiñada de almendra. Vendía unas sesenta por día, no es mucho, no es poco pero yo viví de eso un tiempo más que suficiente. Demasiado.

Y el vagabundo, el otro ente invisible, el único que me registraba, que se daba cuenta de que soy una persona, también había tenido una vida antes de desaparecer de los ojos de la gente que caminaba aquella cuadra. Según escuché a un vecino o a alguien de por ahí, era un prestigioso médico de clase alta, quiso asistir el parto prematuro de su propio hijo y no logró salvar a su mujer. Quedó loco, estrangulo al bebé y huyó. Pasó por varios hospitales psiquiátricos y el resto de sus familiares carroñaron la fortuna.

No se de donde sacaron tantos detalles, a la gente le gusta inventarle historias a los personajes misteriosos y vagabundos. Para mi era pura mentira, cuento de viejas.
Le tenía simpatía, cada tanto le invitaba una bolsita de garrapiñadas.

Un día el vagabundo se me acercó al grito de

-Manicero, manicero- y agitaba su brazo con fuerza para que me acercase.

Calculo que lo dijo para ofenderme. Su hedor era terrible y balbuceaba, yo estaba realmente en cualquiera, no aguantaba más ese trabajo. Terminó por acercarse él al ver que yo no abandonaría mi puesto de trabajo, era lo único que tenía, no iba a arriesgarme a que alguien me robe. Se arrimó con lo que en un principio pensé que era un libro, era un cuaderno en verdad. Un cuaderno con olor a podrido, sucio y bastante roto. Estiró la mano y me lo ofreció. Su brazo era extremadamente delgado, se le marcaban todas las venas azules. Su piel estaba muy tostada por encontrarse siempre bajo el sol.

La curiosidad mató al gato, el Zyklon B a mi pueblo y este libro a mí. No le iba a ofrecer plata así que le di una bolsa bien cargada de castañas. Me estaba estafando, pero fue lo único interesante que le vi sacar de esa rejilla en todos estos años. Después de ese día no lo volví a ver.

No tuve tiempo de revolver las páginas del libro porque mágicamente se hizo una larga fila, de unas cuatro o cinco personas queriendo comprar garrapiñada.

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