viernes, 31 de julio de 2009

Cronos

David no era especial, era más bien un pobre tipo que vivía en su propia nube de pedos. Pero tenía algo que llama la atención: usaba dos relojes de pulsera. Uno en cada mano. A simple vista eran muy parecidos pero el secreto estaba en fijarse en las agujas. El de su mano izquierda se encontraba con la hora exacta establecida para el país. El de la mano derecha no. No lo hacía viajar en el tiempo ni detenerlo. No tenía cronómetro ni era especial. En él David inventaba horarios. En ese segundo reloj, David era realmente David. Era la hora que el quería que sea, le daba la libertad de hacer lo que quisiese cuando él así lo deseaba. Se olvidaba del trabajo y de lo triste y chata que podía ser su vida. Jugaba como un nene.

Desayunaba a las cinco de la tarde y se lavaba los dientes a las tres de la mañana. Dormía a plena luz del día y se despertaba en plena noche a tocar la trompeta. Pero era precavido, le ponía la sordina para reducir su sonido y seguir conviviendo con sus vecinos.

Vivía en un departamento chico pero prolijo, se encargó en dejarlo iluminado. Con estufa para el invierno y ventilador para el Verano. En esta época en la que todo edificio viejo es demolido para levantar super torres o como mínimo reciclarlo, él se mantenía refugiado en un pequeño pero tranquilo departamento. No necesitaba más para estar bien.

Era alquilado y gastó mucha plata en dejarlo en condiciones. Estaba cómodo ahí, además vivía solo. Él y el ruido de la heladera, el goteo de la canilla y los colectivos de la avenida que se metían de garrón por la ventana.

No se cruzaba con frecuencia a sus vecinos, generalmente debido a sus extraños horarios. Sufría de insomnio y esto le jugaba a favor. Esta prolongada falta de sueño (a veces de hasta una semana) era la culpable de sus profundas y gruesas ojeras violáceas. Le daban una apariencia adormecida a su fea cara. Parecía un mal parido, si se le sumaban sus grandes paletas que aparecían de modo siniestro junto a sus encías cuando sonreía.

El no tenía mayor preocupación que ser el dueño de su propio tiempo, darse el lujo de gastar sus horas de la forma que el quisiese: Tardar horas en una ducha caliente, pocos minutos en almorzar y atar sus cordones reiteradas veces con diferentes clases de nudos. Depende el día iba variando la distribución de su tiempo. Él dominaba sobre las horas, minutos y segundos.

David tenía un extraño pasatiempo, comprar libros y leer tan solo la contratapa. Le resultaba emocionante como en un par de párrafos le vendían la obra como la mejor jamás escrita.

Le gustaba tomar té y presenciar el pequeño tornado color beige que se formaba en la taza al echarle un chorrito de leche descremada. Tenía una dieta estricta y aburridamente vegetariana, aunque disfrutaba de lácteos.

No le molestaba la soledad, le dejaba tiempo extra para limpiar la casa y lavar la ropa, secar el espejo empañado del baño y prepararse la comida.

Su trabajo era de oficina, es irrelevante el puesto y empresa, era aburrido. Para pagar las expensas nomás. Era un trámite para él. Era atento con sus compañeros de trabajo, no sabían su nombre pero le exigían, él lo sabía pero no le dolía. No le importaba la gente.

Ocho horas laborales, una de almuerzo y cuarenta de viaje entre ida y vuelta a la oficina. Quedaban más de catorce horas para el reloj de su mano derecha. Su reloj preferido, el que lo hacía invencible.

Cuidaba mucho ambos relojes, no era un obsesivo pero los tenía en buenas condiciones. El vidrio estaba apenas rayado por su mala costumbre de ponerlos boca abajo en su mesita de luz. Al llegar a su casa, abandonaba el de su mano izquierda. Al irse a dormir, abandonaba el de su mano derecha y se abrazaba a su muñeca el del horario “tradicional”. Se despertaba e iba al trabajo, así de lunes a viernes como cualquier otra persona. Pero estaba en él condimentar sus horas libres de nuevas aventuras.

Su vida no se dirigía a ningún lado, en parte por negación, también por inmadurez y un poco por desinterés. El estaba bien así, con su divino tiempo. No le importaba ser ya un adulto, estar envejeciendo y tener ese trabajo de oficina, no tener amigos ni pareja, por lo tanto tampoco teléfono. No tenía quien lo llame. Estaba librado de casi cualquier cosa material, en parte porque su sueldo no le permitía grandes lujos.
Una noche en la que se presentó uno de sus retorcidos horarios, se fue a dormir tan solo cuarenta minutos antes de tener que ir a trabajar. Mientras dormitaba, uno de sus brazos golpeó su mesita de luz y tiró al suelo su reloj especial, el de su mano izquierda. David se enteró de la tragedia una media hora después, cuando se despertó para ir a trabajar.

Al ver el reloj con su vidrio roto y con las agujas muertas, se echó a llorar. Se sintió negligente, poco cuidadoso. Traicionero y asesino, cuando en verdad era tan solo un reloj roto. No para él.

Los mocos chorreaban de su nariz aguileña. Se agarraba las tiritas de pelo que le colgaban sobre la cara y las acomodaba detrás de sus orejas.

Estaba desconsolado, no sabía que hacer. Era como si se hubiese muerto un amigo imaginó, no los tenía. No tenía más el dominio de su tiempo, las situaciones comenzarían a superarlo. Sabía que su error sería difícil de remendar.
Ese día, por primera vez en su vida, había llegado tarde a un lugar. Al trabajo. Nadie le dijo nada, su puntualidad obviamente siempre había sido quirúrgica. Su retraso fue tomado desapercibido.

Tardó el doble en hacer sus tareas, no encontraba las cosas y estaba desconcentrado. Su almuerzo, al igual que siempre lo pasó solo, pero esta vez llorando. Todos los otros empleados de la oficina lo observaban en silencio, como si fuese un grotesco espectáculo: ver a un feo obsesivo y solitario llorando en su tiempo de descanso. Eso no lo pasan en la tele. Y era gratis.

Tardó el doble de tiempo en comer, y casi un treinta por ciento más en volver a su casa.

No encontraba la medida justa de tiempo para mirar televisión (tan solo los adelantos, seguía el mismo patrón que con los libros), practicar con su trompeta, bañarse o calentar su comida. Su vida pasó a ser caótica y desorganizada, ya no podía calcular cuanto tiempo quería entregar a cada actividad. Extrañaba su compleja estructura horaria que mantenía con su reloj especial.

Los días pasaban y no podía acostumbrarse a la fea rutina ni a su tiempo de ocio sin su reloj. Nunca se había dado cuenta de su dependencia incondicional hacia el aparato de su mano derecha. Le quedó el reflejo y cada tanto miraba su mano. Se sentía estúpido después. Al igual que se sentía un tonto cuando se le cortaba la luz e intentaba prenderla.

Semanas después la rutina lo tenía agobiado, comenzó a responderles mal a sus compañeros y a sentirse desganado, sentía impotencia y cada minuto que pasaba, cada minuto que perdía sabía que estaba mas cerca de morir. El tiempo, que era su vida, pasó a transformarse en una triste y tortuosa espera de caer en una fosa que no sería visitada.

Su era dorada de bienestar terminó, desconsolado se dio cuenta de una simple cosa, ya era una persona común y corriente.

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