viernes, 3 de julio de 2009

Sin Tìtulo o la espera trágica

Se callan todos la boca- gritó casi escupiendo, con humo en la boca y restos de comida.
No estaba jodiendo. Realmente no estaba jodiendo.

Todos se quedaron quietos en sus lugares, sentados sin mirarlo a la cara. Mirándose sus propias manos o los zapatos, algunos por los nervios se tironeaban delicadamente el pelo.

Él se paró, tardó en levantarse de la silla debido a sus ciento y pico de kilos. Agarró otro canapé y se lo metió en la boca. Lo bajó con un trago de vino. Era caro obviamente pero él no distinguía un cartón de una botella. Se le chorreó por la papada y por su camisa blanca como el animal que era. Tenía el cuello gastado y roñoso.

Todos seguían quietos, alguno tal vez lo observaba con desagrado.

¿Qué importaba lo que ellos pensaran? Él controlaba la situación y nadie podría hacer nada. Él controlaba la situación.

Cada tanto se escuchaba una tos lejana de nervios que se ahogaba en un vaso de agua.
Todos sabían en la profundidad de su conciencia que habían hecho mal en asistir, nadie tenía ganas de estar ahí y menos en ese entorno tan estresante.

A algunas se les notaban el pánico y terror en sus labios y ojos. Los rasgos se les deformaban por la ansiedad. El maquillaje se corría. Parecían prostitutas ultrajadas.
Las mesas seguían ordenadas con el mantel rojo de raso algo torcido en cada una de ellas. La jarra de agua medio vacía y los platos de comida ya fríos.

Ya nadie prestaba atención a la cuidada decoración del lugar ni al terrible frío que emanaba el aire acondicionado que obligaba a todos a tener los abrigos puestos. De hecho ya nadie estaba abrigado.

Ella seguía atada a la silla dura y sin hablar. La única silla dura de todo el lugar se la tenían que dar justo a ella, parecía una forzada casualidad.

Su vestido berreta se había levantado furiosamente y se le llegaba a ver una diminuta bombacha blanca. Los tacos de sus zapatos estaban firmes contra el piso. Sus dos piernas estaban sudadas y apretadas entre si.

Todos traspiraban, hasta él traspiraba, pero también fumaba. Era su maleducada forma de aflojar la rigidez de esa situación a la que extrañamente ya todos se habían acostumbrado. Incluso en el fondo disfrutaban.

Él le acariciaba el pelo arruinándole su producido peinado para la ocasión. A ella no le gustaba. Sus dedos largos y gruesos, con las uñas prolijamente cortadas, se pasaban a través del pelo de ella que nada podía hacer para evitarlo.

Un quinto cigarrillo fue prendido, el silencio era absoluto. Los latidos del corazón de ella se sentían pero no escuchaban.

Los mozos no atendían, miraban en silencio al igual que el resto de los comensales. Los cocineros no estaban enterados de nada, el inframundo de la cocina es un micro clima aparte.

La espera ya era insostenible, nadie sabía que haría él con ella. Todos querían un desenlace lo más pronto posible. Los nervios hicieron atragantarse a más de uno con agua, nuevamente.

El agarró una vieja y gran tela negra y la tapó.
Cada minuto parecía mantenerse varias horas. Hizo durar esa situación el tiempo necesario, como todo un profesional.

Se escucharon unos estruendos y las luces parpadearon. Se creó un momento de confusión absoluta. Hubo algún alarido femenino, una copa rota por un movimiento brusco y un poco de desorganización.

Ella había desaparecido. El truco había sido un éxito.

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