I
Había perdido casi todo el pelo
desde la última vez que lo había visto. Aseguraba haber cenado con Franz
Stangl, Adolf Eichmann, Erwin Rommel y Adolf Hitler en Bariloche. Nadie le
creía del todo, pero su insistencia nos hacía sospechar. Lo decía con orgullo,
pese a eso (un detalle que me permitía
pasar por alto) lo quería; y él a mi. Por eso había vuelto. No para
cuidarlo, sino para despedirme.
Ambos sabíamos que moriría pronto.
Por eso insistía con verme, tantos años después; y fue la curiosidad lo que me
arrastró hasta ese pueblo de nuevo, ese pueblo que ya había casi logrado olvidar.
Llevaba una bata de tela celeste
que parecía de papel. Estaba hundido en el colchón frío y duro del hospital, pese
a que cientos de personas ya habían muerto sobre esos mismos resortes sin
lograr ablandarlo. Las barandillas despintadas de la cama opacaban la
habitación. Una habitación de por sí triste, decorada vulgarmente con una cruz
de madera, un espejo con una de sus esquinas oxidadas y una mesita de luz con
un velador, un teléfono de disco y una Biblia en el cajón, cubierta por una
lámina de polvo.
Nadie lee la Biblia cuando se encuentra
en mi situación, por eso está roñosa, olvidada, me dijo. Una Biblia en un
hospital no tiene nada que hacer. Hasta acá no llega el poder de Dios. Su
bondad no se ve, es el día a día; sólo somos capaces de percibir y de sentir su
maldad. Por eso somos mortales y él es Dios, claro está. Si tuviese una mujer
sería probable que cuando yo muriese lo culpara a Él y no a los médicos; no a
mí por haber hecho caso omiso a las advertencias. Yo escuchaba paciente su
agonía de viejo. Era lo único que podía hacer por él, estar ahí y escuchar.
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