De la botella tostada chorreaban
gotas gruesas, se deslizaban por el vidrio y caían hasta la madera reseca de la
mesa del bar San Bernardo. La levanté y quedó un círculo perfecto trazado sobre
una servilleta, llené su vaso y luego el mío. Una vez que la apoyé nuevamente
sobre el círculo perfecto, y que cada uno dio un sorbo, nos dedicamos a hablar.
-Así que Medina te trajo por acá, a
todos les toca parece ¿eh?
Dio otro trago, vi su nuez
retorcerse, acomodarse, intentar escapar de su garganta. Golpeó el vaso con
fuerza y pude escuchar como el gas huía silbante. Quedaba una pequeña lámina
blanca de espuma en el fondo, nada más.
-A todos nos toca- retruqué.
-Que garrón venir hasta acá sólo
por una muerte.
-Todavía no está muerto.
-Si acá de por sí no hay esperanza,
en su situación, todavía menos.
Tenía razón pero no quería darle el
gusto de aceptar la derrota, la muerte próxima de Medina.
Macumba se acercó moviendo la cola,
con la lengua afuera y su hedor.
-Salí perro de mierda, sarnoso,
tomatelás- le gritó el Chino.
Con la pata trasera, contorsionado, el perro
se rascó detrás de la oreja con movimientos lentos y precisos pero se marchó
con pesadez y torpeza, su andar tenía cadencia de borracho, como todos en ese
bar.
Miré por la ventana, la calle
seguía sin pavimentar. Tantos años después y sin pavimentar. Igual, detenida en
el tiempo. Todas las casas estaban en su lugar, un poco más despintadas, más
cansadas y viejas, como sus dueños, como Medina.
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