lunes, 12 de abril de 2010

No existe el príncipe azul pero si el macho violento

Así comienza mi segunda novela. El titulo no va a ser ese o dudo que sea ese.



Las pertenencias de una persona son meras mierdas que compra para intentar llenarse en el transcurso de su vida. Nada es realmente necesario ¿Libros? Están gratis en las bibliotecas ¿Reloj? ¿Quién quiere ser por propia voluntad esclavo del tiempo? ¿Televisor? Mejor no exponerse a los rayos mortales.

Las pertenencias son cosas inservibles que las personas amontonan a lo largo de muchos años. Cobran valor cuando esa persona muere, se tornan tesoros invaluables, en representaciones materiales de lo que esa persona fue; en fragmentos inertes de su historia. En un mapa de su vida. Íconos del muerto. En esa persona pero sin rostro.

De Ramiro tengo solo un papel, con su email. Nunca borré su dirección de mis contactos, sería sentir que muere de nuevo.
Recuerdo la noche en que lo conocí pobre chico, no lo reconocí. Estábamos en una fiesta en un hotel alquilado. El vestía una camiseta del Inter y me vino a hablar y lo evadí porque estaba hecho un harapo y no quería que las chicas me viesen con él, que ni sabía quien era hasta ese entonces.

“Vos ibas a mi misma facultad”- me dijo. Yo asentí y me fui a buscar un trago.
Al rato volvió y repitió la misma frase como un zombi e intenté evitarlo de nuevo pero me di cuenta quien era. No solo había ido a mi facultad (y dejado) sino que había ido a mi mismo colegio y había sabido ser el chico más lindo. En su época dorada había tenido a todas las chicas atrás pero no le interesaban demasiado, tenía otras cosas más importantes en mente, como drogarse.

Al reconocerlo, entre canciones plásticas electrónicas a todo volumen y gin tonic, nos pusimos a charlar. Nos presentamos y me hizo una lista interminable (y aburrida) de toda la gente que teníamos en común.

Me dijo después de un rato que me había visto en la Biblioteca Nacional, en un recital gratuito de un músico experimental.
Me preguntó si hacía música o algo y le dije que sí, que tocaba la guitarra con efectos. El me dijo que tenía sintetizadores y aparatos que deberíamos juntarnos. Le dije que sí para sacármelo de encima.

Fuimos hasta la recepción en búsqueda de una birome y un trozo de papel, me anotó su email. Aún conservo ese papel. Aun sigue en mi lista de contactos, borrarlo sería sentir que muere de nuevo.

Esa noche, al irme, recuerdo que lo vi, dormido al costado de una escalera del hotel, al lado de un tacho de basura. Una botellita de cerveza pendía de su mano, medio llena, medio vacía.

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