lunes, 7 de febrero de 2011

Resistencia

I

La trompa casi tocaba la rueda del auto. Es lo último que recuerdo, la trompa de Tapita, el perro de Nicanor, a centímetros de la llanta de nuestra camioneta. Como si fuese una extensión de Darío que quisiera que no me fuese de allá. Aunque Darío quería que me fuese, de una vez por todas.

No te preocupes, mintió mi mamá mirándome por el espejo retrovisor, ya te vas a hacer amigos nuevos.
Mi papá manejaba y puteaba por encima de un discurso que pasaban por la radio. Mi hermana intentaba dormir y dejar todo atrás sin importarle nada. Ella sí se haría nuevas amigas en otro lado. Nuestro perro ladraba, le respondía a Tapita. Nadie nos despedía, sólo Tapita.

Las despedidas fueron a lo largo de varias noches de a grupos reducidos que venían a vernos a casa, en la oscuridad y en silencio.
En resistencia ya están avisados que están yendo para allá, escuché que le decía mi tía a mi mamá mientras yo jugaba con mi hermana y con Filipo, un conejo de peluche que nos había regalado la vecina de enfrente. En el auto mi hermana intentaba dormir abrazada a él.

Parecía ser que todos los rencores entre mi mamá y mi tía habían quedado sepultados, por la desesperación. No se abrazaron pero sus miradas aterradas lo hicieron por ellas, sus ojos pedían disculpas, como si supieran desde el vamos que no se volverían a ver.
En cambio mi papá y su hermano se abrazaron y lloraron. Mi papá intentó disimularlo para que no comprendiera, ni yo ni mi hermana, la situación o para que no me preocupara o que no lo viese como un hombre débil. Nunca lo había visto llorar e hice como si no hubiese visto nada.

A mis amigos los despedí durante el día, en la plaza, junto a las hamacas. Lucía me escribió una extensa carta que conservé mucho tiempo pero perdí hace unos años en alguna de las mudanzas. No me dijo una sola palabra, todo estaba dicho en aquel papel.
Nicanor me abrazó y llenó de besos, me dijo que una estrella (no aclaró cual porque era de día) sería nuestra y que cuando la mirase los recordaría a todos. Me pareció una idea tonta en su momento pero más de una vez, cuando en Chaco me tiraba en el pasto con mi hermana y el perro a mirar el cielo, cualquier estrella me recordaba a ellos. Me gustaba creer que siempre miraba la misma.

Darío se arrepintió de su despedida, me lo dijo muchos años después, la única vez que volvimos a contactarnos.
Yo tenía razón, vos te ibas a ir y no te vas a acordar nunca más de mí, me dijo. Cuando quise reaccionar y responder algo, él ya estaba de espaldas, yéndose. Lo insulté y le grité que no era mi culpa, que yo no quería irme, huir. Que por mí cumpliría con el iluso amor eterno que nos habíamos prometido.

Mi hermana no se despidió de nadie, ella se haría nuevos amigos en el lugar al que fuéramos. Era lo suficientemente chica como para poder desprenderse de la gente con facilidad, para no extrañar.

El perro fue un regalo de la tía, para que nos fuéramos por lo menos con un amigo y supuse que para asegurarse de que la recordemos.

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