martes, 8 de febrero de 2011

Resistencia Parte II

II

A mi papá lo mataron allá, en Resistencia, Chaco. Siempre me resultó como si fuese una cínica coincidencia o algo planeado, un mensaje encriptado. Nosotras, para ese entonces ya estábamos en Paraná. No hubo tiempo de llorar a papá, nos llevamos las pocas cosas que pudimos, Filipo, el perro, la carta de Lucía. Pensamos en volver a Monte Chingolo pero temimos que no fuese seguro. Yo comencé la universidad, Lucrecia el secundario, no tuvo problemas en hacer nuevos amigos. Yo ya estaba resignada, creía que nunca conocería a alguien como Darío.

Obviamente no conocí a alguien como él pero sí a alguien que me conmovió e hizo sentir así de nuevo, diferente.

Damián era asistente de cátedra. Militaba en secreto, me lo admitió años después de casados. No me atraía pero me urgía la necesidad de sacarme a Darío de una vez por todas de la cabeza, que seguía ocupando todo el espacio de mi mente. Con el tiempo, la imagen de Darío se fue tamizando y haciéndose cada vez más finita, distante y la idea de Damián como figura masculina en mi vida fue tomando cada vez más presencia.
La vida con él se tornó monótona muy rápido pero aunque sea ya no escapaba de nada. No pudo, en todos los años que convivimos, darme un hijo. Nunca quiso averiguar quien de los dos era infértil, prefería vivir con la incertidumbre, pero yo sabía que él lo era, luego de sobrevivir a un aborto.

A Ricardo lo conocí en mi propia casa, en el departamento de Damián en verdad. Ricardo se había quedado encerrado fuera de su casa, era tarde y no había ningún cerrajero al que pudiese acudir. Damián lo invitó a dormir al sofá de su minúsculo departamentito.

Había hecho estofado de carnaza porque era invierno, Ricardo a modo de agasajo llevó un vino barato con la poca plata que tenía encima. La botella se inauguró con la cena y se terminó en la sobremesa, antes de que hiciera el café. Al volver con la bandeja, ellos dos ya estaban inmersos en una de sus hipotéticas, utópicas e interminables discusiones que no los llevaban a ningún lado. Ricardo hablaba pero en mi mente, la voz no era la suya, era la de mi padre. Escucharlo hablar fue volver en el tiempo, recordar a Darío que enterrado ya estaba. Fue revivir una vida, tan distante que no sentía mía.

Con Ricardo esa noche apenas nos dirigimos la palabra, por cortesía. Pero en el silencio abyecto ya se olía el romance, la traición.
Nunca le mentí a Damián porque nunca peguntó, simplemente mantuve una vida privada, mía y ajena a él. Sólo mi hermana se enteró, cuando tuve que abortar.

No se de donde vas a sacar la plata, me dijo con indiferencia mientras masticaba sus uñas y agitaba un encendedor que no tenía más gas. Filipo estaba sobre la mesa, ahora pertenecía a mi sobrina que dormía la siesta junto al perro.

No fue problema la plata ni explicárselo a la familia de Ricardo para que pagara el aborto. El problema fue el vicio, Ricardo fue el inicio de una serie de engaños que perpetué, hacia, contra Damián y su monotonía. Llenaba de sexo mi ser como un intento de llevar adelante la infantil presencia de mi pareja. Al principio fueron sus compañeros de trabajo pero en algún momento una clase de culpa me invadió y comencé a engañarlo con completos extraños. Ellos me contaban sus vidas y yo, a cada uno de ellos les inventaba una versión diferente, distorsionada, de la mía. Nunca mencionaba a mi papá ni Esteban Echeverría ni El Chaco ni a Darío.

Sólo a Damián, a mi hermana, al triste trabajo que tenía mi mamá como cajera de un supermercado.
Justificaba el engaño diciéndome a mi misma que era por no sentirme parte de ningún lado ni apegada a nadie realmente. Como si todo hubiese sido un gran esfuerzo al irme de Monte Chingolo. Como si al irme de ahí hubiese comenzado a vivir una vida paralela a la mía, lejana a mi misma. Una falsa pantomima de lo que mi papá, egoístamente había querido para él y por lo tanto, para nosotras tres.

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