Todo giraba en torno al castillo, la ciudad se circuncía bajo sus ladrillos de piedra. Las charlas giraban sobre él, prometiendo visitarlo e interesarnos en su historia y leyendas.
El cielo estaba más claro que en Londres, el aire se respiraba con mayor facilidad que en Londres. La gente vestía peor que en Londres.
El acento fue el primer problema.
Mi valija rota, el segundo. La angustia e impotencia de arrastrar veinte kilos por el piso, sin ruedas que ayuden forzó la frenada brusca de un taxi para escapar de aquella antigua estación de tren. Solo se veía una diminuta porción del castillo desde ahí, la única conexión que teníamos con el exterior.
Fuimos primero a la universidad de Marian en busca de las llaves de su departamento en donde nos alojaríamos.
Problema número tres, no estaba en el lugar de encuentro y las fichas del taxi seguían cayendo, en libras y rápido.
Franco fue en búsqueda de un teléfono público para llamar a Marian y yo me quedé esperando, con todas las valijas en la calle, a que apareciese. Miedo de argentino paranoico, por sí el taxista pensaba en “tomárselas” con nuestras cosas preferí bajarlas.
Me miraba con desconfianza y tenía razón.
Pensé en su triste esposa mirándolo con pena al verlo llegar del trabajo, derrotado. Comiendo latas de Spam y fumando cigarrillos armados sin filtro. Sus charlas vacías que retumbaban en la habitación solo porque habían firmado un contrato que decía que debían compartir el resto de sus vidas por más que la esencia y el amor se hubiesen desintegrado como un mosquito que muere incinerado por las lámparas de luz amarilla.
Pensé en su mujer, con arrugas de dolor y encierro, deseando escapar y conocer el mundo y al amor de su vida, que no era su esposo pero no lo sabía.
Todo eso pensé hasta que Marian apareció, al trote, estaba en clase y no había podido escaparse antes. Me dio las llaves y me explicó como llegar a su “flat” y con que llave abrir cada cosa. Quedé en que lo pasaríamos a buscar a las 17. Se despidió y deshizo el camino trotando.
Tuve que esperar a Franco. Las fichas del taxi seguían cayendo, el taxista se enriquecía sin gastar nafta. Eso era lo que importaba para él, no gastar, porque su tiempo no valía nada. Ni para él, ni para su jefe, ni para mí, ni para sus hijos ni su esposa ni para nadie.
Seguimos finalmente rumbo al departamento. Quedaba a pocas cuadras de la universidad de Arte donde Marian estudiaba, al fondo de un callejón sin salida. Estábamos rodeados por edificios.
Problema cuarto: ¿Era ese el edificio? La dirección que teníamos anotada decía Dunbar ST 9/5. Marian nos indicó que era al final de la calle, el último departamento. Allí estábamos, en el nueve. La puerta estaba abierta y nos generó desconfianza. Franco se animó a subir hasta el quinto piso para asegurarse de que fuese ahí. Tras maniobrar un buen rato con todas las llaves del manojo, consiguió abrir. Bajó y comenzamos a subir, de a poco y con poca paciencia, las valijas, piso a piso, escalón tras escalón. Con el pulso repiqueteándonos en las sienes y el sudor cubriéndonos por todos lados, llegamos. Estábamos por fin, en casa.
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