I
Un círculo perfecto, marrón,
húmedo, se superpone a otro círculo perfecto, marrón, seco. Una taza se apoya,
sale humo de ella. Alguien tose. Levanta la taza, de cerámica, con una frase
escrita en ella, con el asa rota. Un tercer circulo, perfecto, marrón, húmedo,
se yuxtapone a los otros dos en la madera del escritorio de roble.
-Medina, la puta madre, le dije que
apoyara la taza en una servilleta, un mantel, sobre algo. Va a marcar toda la
madera y no sale ¿En su casa hace lo mismo Medina?- le grita Acevedo.
Medina, con torpeza, en un nervioso
reflejo levanta la taza y vuelca gran parte del café en su camisa. Su camisa es
blanca.
-Medina, Medina ¿Se encuentra bien?
¿Se quemó?- pregunta Acevedo.
Medina no responde. Cintia sonríe y
mira con complicidad a Vanesa que le devuelve la mirada y otra
sonrisa a través de la mampara transparente, se muerde el labio.
Medina, tan alto y callado, torpe.
El típico hombre que desea ser invisible. La camisa, mal abrochada, con el
cuello torcido, los zapatos sin lustrar, el pelo finito. Años después lo tendrá
blanco, grueso; y lo llevará largo, por los hombros. Tendrá una incipiente
calvicie en la coronilla que tapará con sombreros que comprará en La Capital , como los que usan
los sheriff en las películas.
Escondo mi taza detrás de mí, para
que Acevedo no la vea. Me sonríe y levanta su mano. Agacho la cabeza y la
vuelvo a levantar, adorándolo, saludándolo.
Medina va al baño, deja la puerta
abierta. Lo miro observarse en el espejo y baja la vista, avergonzado. Refriega
la camisa con agua caliente y jabón. La mancha de café, lejos de desaparecer,
empeora. Continúa el día con el saco puesto.
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