jueves, 4 de noviembre de 2010

Página 6 a 8

Despertó temprano en la mañana, serían las ocho, miró la habitación y era más horrible de lo que la podría haber imaginado, pero el sol profundo la iluminaba y encantaba un poco.

Todas las camas estaban vacías, abandonadas y sin hacer. Se asomó al pasillo y Aga no estaba y nadie había en su lugar. Sacó de su mochila su cepillo de dientes y los lavó en el baño que hasta ese entonces no conocía. Los azulejos eran azul oscuro y pendía de un desprolijo cable, una bombilla en el techo. La frescura en su boca hizo que se despertara un poco más y abandone ese horrible lugar.

La calle estaba húmeda y él se encontraba lejos de todo o aunque sea así lo sentía porque no conocía el nombre de ninguna calle de ningún rincón, de nada en esa ciudad nueva. Le atemorizaba, no porque fuera en verdad siniestra sino porque era nueva, nueva para él y no sabía que esperar de un lugar desconocido. Era tan remota como el África o Marte.

Era domingo y estaba nublado, una neblina acariciaba el suelo como rezago de una profunda lluvia en la que no se había visto involucrado.
Marín escaló las pesadas calles de adoquines, los autos no pasaban y el único ruido que escuchaba a lo largo de la primera cuadra fue el de un cartel oxidado que colgaba de un local y se movía lentamente como el péndulo de un hipnotizador. Caminó el barrio, perdiéndose por todos lados hasta llegar a un extraño pasaje en el que se sumergió sin pensarlo, sin saber cuan peligrosa o arriesgada era su decisión.

Las paredes terminaban en un frondoso alambre de púas que lo hizo sentir en un campo de concentración. Los ladrillos a la vista parecían venirse encima de él y los graffitis que contaminaban las paredes maltrechas no decían nada interesante, frases a favor de la marihuana y un buen dibujo de Van Gogh fumando.

El ruido de los colectivos, cientos de colectivos tirando un humo negro que tardaba varios segundos en desaparecer mientras el percutido sonido de los miles de zapatos y de miles de charlas por celular y de miles de accidentes y de ambulancias lo inquietaban y confundían. Un desorden abyecto al que no estaba acostumbrado lo abrazó y tironeó de él, sintió que me desmembraría o que le explotaría la cabeza si no avanzaba y dejaba o intentaba dejar, el ruido y movimiento atrás.

Caminó hasta llegar a San Martín y avanzó derecho hasta toparse con otro pasaje donde dos viejas prostitutas esperaban sin ningún tipo de ansiedad, clientes. Charlaban entre ellas y no llegaban a llamar la atención. Estaban vestidas de civil pero sus operados pechos y cirugías en sus caras mutiladas las delataban como viejas conocedoras del oficio más viejo del mundo.
Frente a ellas, cruzando la calle se encontraba un salón de toda una cuadra, el cartel de neón destruido decía Harrods. Marín cruzó y apoyó su mano sobre el sucio y opaco vidrio para ver hacia adentro. Un gastado suelo de madera e imponentes columnas era el único paisaje del lugar pelado y vacío. Siguió mi camino hasta toparse nuevamente a la Plaza San Martín. De nuevo en Avenida del Libertador, sintió que su circuito por Buenos Aires se reduciría a un perímetro de diez cuadras así que decidió ir más allá y atravesó la plaza y atrás quedaron sus vagabundos y granaderos que cuidaban la bandera a media asta en el monumento de los caídos de la guerra de Malvinas. También los empresarios y vendedores, motoqueros y taxistas quedaron atrás. Marín avanzó y cruzó con el semáforo en verde, esquivando autos. Subió de nuevo a Libertador y caminó derecho hasta la flor metálica.

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