martes, 10 de agosto de 2010

Filippo

El origen de este texto es un ejercicio. Cada uno tenía que escribir un secreto en un papel y el docente los leía. Entre todos votábamos los dos mejores.
Uno fue que alguien metió a su gato en un microondas para secarlo y murió. El otro que un chico se masturbaba en clase.
Debíamos elegir una de las dos anécdotas y redactar dos textos: Uno al estilo de EL GATO NEGRO de Edgar Allan Poe y otro al estilo de Si, ¡Pero puede hacer esto la máquina a vapor? de Woody Allen.
Acá está mi versión, intentando imitar a Edgar Allan Poe de la anécdota del gato en el microondas.
Un beso
a.-


Yo quería una caja envuelta en un papel floreado. Una caja, cuadrada que contuviese
algo dentro que no supiese lo que era. Llenarme de nervios y romper el papel y la caja y encontrar un tesoro. Pero no. En lugar de lo que yo quería, una sorpresa, me dieron a Filippo. Nunca había visto un gato en mi vida. Al principio me dio impresión, no tenía idea de que existiese algo así. Se lamía las patas y ronroneaba.
Filippo tenía una oreja blanca y el resto de su cuerpito era negro. Tan oscuro como
cuando cierro los ojos.

Lo abracé y todos en mi familia suspiraron, pensé que les había pasado algo.
Rápidamente nos hicimos buenos amigos, pasaba todo el día con Filippo. No quería ir
al jardín, no quería ir a la casa de mis compañeros, no quería mirar los dibujitos. Sólo quería jugar con Filippo.
Lo acariciaba, lo mimaba. Incluso le hice un collar con un piolín y fideos pintados de colores.

Mi vida se basaba en Filippo, lo adoraba. No podía creer que existiese un animalito
así. No quería conocer ningún otro gatito, sólo a mi Filippo.
Un día, estaba acariciando sus cortos y suaves pelitos y se me ocurrió bañarlo. Llené
la bañadera de agua tibia e hice espuma para que le resultara más divertido su primer
baño. Cuando quise soltarlo en el aguita, me rasguñó. De mi mano comenzó a brotar
sangre, sangre negra. No era como en las películas que mi mamá y mi papá no me
dejan ver.

Lo empujé de mi falda al suelo. Filippo gritó y se fue corriendo. Me quedé en silencio mirando la sangre que chorreaba de mi mano y me manchaba el vestido rojo hasta que llegó mi mamá y me limpió y maldijo a Filippo. Pobre Filippo pensé al principio, pero después me sentí ofendida y no quise verlo por un tiempo.
Venía y se frotaba a mis piernas y lamía la herida de mi mano.
Filippo era malo, muy malo.

Decidí que Filippo tenía que pasar por lo mismo que yo, agarre mi tijera, la que corta con forma de zigzag y le corté la punta de su orejita blanca. El gatito lloró mucho. Mi papá me retó y mi mamá llevó a Filippo a la veterinaria.

Tuvo su oreja vendada unas cuantas semanas. Filippo ya no era lindo, ni bueno.
Un día, sábado, me desperté con ganas de hacer las paces con Filippo. Hacía bastante
que no hablaba con él, desde que tenía esas feas y sucias vendas en su cara.
El solcito entraba por la ventana y ocupaba solamente el pedazo de sillón en el que yo solía sentarme a acariciar a Filippo. El lugar donde el dormía todo el día.
Filippo no estaba ahí. Se había escapado.

Lloré muchos días hasta que me acostumbré a su ausencia. Tiempo después reapareció. Gordo, muy gordo. Lo llevamos al veterinario con mi mamá y me enteré lo peor, Filippo era Filippa y estaba embarazada.
Me sentí engañada todo ese tiempo, mentida. Me había abandonado y al volver no
era más él, era ella y estaba fea y con otros gatitos dentro suyo que no quería conocer.

Como había dicho, sólo quería a Filippo, que ya no era él, no quería conocer otro
gatito. Todo mi amor era para él, que ya no era él.
No quería mas a Filippo, ni a Filippa ni a sus gatitos.
Agarré a la gorda y fea gata del cogote y la solté en la bañadera, prendí el agua y
comenzó a maullar como nunca. Una vez empapada e histérica, le solté una toalla
encima y la encerré dentro.

Metí a Filippa en el microondas para darle una linda secada. Eléctrica. Filippa se
convulsionaba y sus gatitos, dentro de su panza, también. Comenzó a salir un olor feo
del microondas, a pelo y carne asada.
Filippa gritaba, aullaba de forma tan aguda que tuve que tapar mis oídos. También
cerré mis ojos para no ver como su piel perdía su pelo y se tostaba. Ya no me
animaba a dejar escapar a Filippa, me había arrepentido pero tenía miedo de que
me rasguñiara de nuevo. Filippa, la gorda y fea de Filippa y sus feo bebitos, estaban
muertos.
Mi mamá llegó y se desmayó, mi papá me retó mucho. Me mandaron con un señor al que visito ahora, todas las semanas. El me pregunta como estoy.
Nunca pudimos olvidarnos de Filippa, porque cada vez que abrimos el microondas,
no es olor a muerte lo que sale, sino sus agudos aullidos.

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