viernes, 21 de mayo de 2010

La conocí en un hospital

La conocí en el hospital, ambos esperábamos que nuestros padres muriesen. Ella en verdad a que su abuela, con quien había vivido toda su vida, o sea toda su vida hasta ese entonces, los veinte años que tenía. Ni siquiera, dieciséis de sus veinte porque los primeros cuatro sí los vivió con sus padres hasta que murieron en un accidente de auto volviendo de Cariló, había niebla. A su abuelo no lo conoció.
Su abuela estaba internada porque era vieja nomás.


Yo estaba esperando que a mi papá le agarrase un derrame, podía quedar plantita pero yo prefería que se muriese. Yo era el único ahí de mi familia. Mis abuelos: los cuatro muertos hacía rato, tíos no tenía asíque tampoco primos y mi mamá se estaba volviendo antes de México donde iba a presentar un libro que al final no presentó.
Ella estaba ahí sentada, con la incertidumbre de si se iba a quedar finalmente del todo sola. Leía. No se que leía, pero leía.


Le había llevado una caja de chocolates a mi papá porque flores no daba, pero en verdad chocolates tampoco, creo. No sé si un enfermo puede comer chocolates, además estaba inconciente. Le llevé un libro también que compré especialmente, pero tampoco podía leer asíque tuve que gastarlo yo con la mirada.
Me senté frente a esta chica solitaria, aunque obvio, todavía no sabía que lo era.
Ella leía Espejos de Eduardo Galeano y yo El libro de los abrazos del mismo autor. Ya teníamos algo en común. Al ver que leíamos casi lo mismo, sonreí hasta que le fuese imposible no hacer foco en mis dientes.
-Estamos leyendo lo mismo- le dije.
-Casi- replicó.


Yo en verdad no leía, miraba las palabras. Analizaba los caracteres, tan ridículos como los del hebreo o chino. El significado se lo da uno, son mamarrachos estandarizados.
-¿Por qué estas acá?- pregunté.
-Por mi abuela
-Oh-respondí.

Parecía mas inquieta que triste como si en el fondo desease que aquella mujer muriese para poder estar libre de una vez por todas, no depender de nadie, no estar atada a la incertinidad que le generaba la salud de la anciana. Solo lo suponía. Por la calma con la que pasaba las páginas intentando sumergirse en ellas, formar parte de esos microrelatos. Masticaba su dedo pulgar por la impaciencia de leer la siguiente palabra y darle un sentido y también porque su abuela la inquietaba. O eso supuse.

-¿Vos?- preguntó automatizada, varias páginas después, por cortesía, obvio.
-Por mi papá.
-¿Qué tiene?
-Tuvo una hemorragia intracerebral
-¿Qué es?
- Es hipertenso y se pasó de rosca de repente y no le llegó agua al tanque.


Ella rió por la expresión “no le llegó el agua al tanque”. Creo que le pareció cómico que tratase con humor una situación tan jodida. Pero así soy, nada significa demasiado, nadie significa demasiado. Sólo yo. En mi vida lo soy todo, porque es mía.
-Me llamo Franco ¿Leíste algún otro libro de Galeano?
-Verónica. Sí, leí todos, de hecho este lo estoy releyendo como por cuarta vez.
-Yo leí las venas abiertas-mentí.

Nunca la sinceridad le gana al chamuyo, así es como muchos no avanzan y terminan siendo los amigos boludos de las minas que les gustan.
Los pasillos de la clínica eran largos y eran celados por monjas que canturreaban canciones religiosas, casi susurradas pero con tonadas graves que rebotaban por todo el edificio. Uno siempre sabía que ahí estaban.

Era espeluznante. Era un hospital católico y frío, pero la atención era buena. Creo.
-Este lugar me esta dando claustrofobia-dije al aire.
-A mi un poco, por suerte traje el libro- se excusó implícitamente ante una latente invitación de ir a tomar algo.
Pujé.
-¿No querés ir a tomar algo?
Dudó un instante con una larga consonante sostenida en el eter.
mmmm- dijo, colocando su índice en el mentón
-Todo bien- dije, intentando dar lástima.
-No es que…
Interrumpí: Digo, para salir un toque de este lugar que me la deprime, ni siquiera n café eh, una gaseosa o salir a respirar aire un poco menos muerto.
-Pasa que tengo miedo de que…pase lo peor
-¿De que se muera tu abuela?
Puso cara de disgusto
-Disculpa- dije, acariciándome el pelo- es que me resulta loco como la gente evita llamar a las cosas por su nombre. Como si por decir la palabra muerte la estuvieses evocando. Como tampoco se puede decir “bomba” en un aeropuerto.
Se rió. Fuimos a tomar algo.

Bajamos por el montacargas que funcionaba de lento ascensor. Sin decirnos una palabra.

Cruzamos la avenida y nos sentamos en una mesita de madera de pino. Nos paramos porque no era de un bar, era un quiosco. Asíque entramos y compramos, compré, cosas.
Había mucho sol y no le veía bien la cara, fruncía los ojos e intentaba evitarlo con la mano, usándola de visera, pero solo me quedaba una para comer las papas fritas y tener la lata de gaseosa, así que abrí la sombrilla que atravesaba la mesa. Pude comer y la pude mirar.

La avenida estaba cortada, los chicos andaban en bici y los policías desviaban a los autos hacia otras calles.
Nos presentamos más en detenimiento y ahí me contó sobre su infancia solitaria, como era ser educada por una anciana y como aquella mujer no la dejaba tener una vida plena. No de mala, de vieja lo hacía.

Yo hacía que escuchaba, pero la desnudaba con la mirada, la imaginaba retorciéndose en mi cama.
La casa en la que vivían era antigua me dijo, era en la de su abuela. La de sus padres la había vendido y todavía no había manoseado ni un solo centavo de la “fortuna”. Quería irse a vivir sola pero le daba cosa por la vieja. Ahora podría, o dentro de muy poco.

Trabajaba en la biblioteca de un colegio y estudiaba letras en la UBA, estaba en el segundo año, le gustaba la literatura estadounidense, por su crudeza dijo. No sé, yo le creí. Nunca agarré un libro en mi vida, el diccionario una vez.
Le conté un poco sobre mi, un poco exageré. Las mentiritas blancas entraron sin rozarla siquiera.
-Hoy es uno de esos días tristes pero de los que uno se acuerda mucho tiempo después vaya a saber porqué.

-Porque son días tristes pero memorables, uno no solo recuerda lo bueno. Además no creo que un día tenga que ser malo o bueno, creo que puede pasar una situación de mierda pero perimetrarla con actividades que despejen- dije, sorprendiéndome de mi reflexión, la más profunda que dije en mi vida.
Al rato volvimos al hospital, renovados, confianzudos, mas distendidos y con la compañía mutua.

Su abuela había muerto.
No lloró. Le tembló el labio pero no lloró. La abracé instintivamente, intentando contenerla de no se qué. Aceptó mi abrazo como cotidiano.
Esa noche perdió su virginidad conmigo en la cama de su abuela.
No la volví a ver. Pero su vida acababa de comenzar. Hice el bien pensando primero en mí, pero hice el bien.

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